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domingo, 31 de marzo de 2019

Volvemos a empezar


El 23F yo tenía veintidós años y un hijo de tres meses. A última hora de aquella tarde estaba en el comedor de mi casa planchando una tanda de ropa, cerca del moisés donde dormía mi hijo. Tenía la radio puesta y los informativos dijeron que unos guardias civiles habían entrado en el Congreso de los Diputados y los tenían allí secuestrados. Sentí más curiosidad que preocupación por esa noticia. No sabía qué podía significar todo eso ni su alcance, sólo sabía que estábamos en democracia, y que la democracia nos salvaba de todo.  

Estaba terminando la plancha cuando sonó el teléfono. Era mi madre. No sabía nada de lo del Congreso y cuando se lo dije gritó asustada “¡Huy, eso es un golpe de Estado! ¡Así empezó la guerra, madre mía, así! ¿Es que no tuvimos bastante? ¿Es que otra vez volvemos a empezar?” A mí, en mi infinita y arrogante ignorancia, me pareció estar oyendo a alguien de la prehistoria. “¡Anda, mama!” le dije, desdeñosa y engreída, “¿Pero tú te crees que ahora en España estamos como cuando la guerra? Ahora ya no hay analfabetos, y las cosas se arreglan hablando, no a tiros”. Mi madre había nacido en 1917, vivió su infancia bajo la dictadura de Primo de Rivera, vio irse a Alfonso XIII y vio llegar la Segunda República, sufrió la guerra y la dictadura franquista y recibió la Transición con las reservas de quien ha visto saltar por los aires o hundirse en el fango demasiados ideales y causas y ha visto acometer traiciones y bajezas en nombre del pueblo y de la patria a hombres cargados de ambición, crueldad y rencor. 

Cuando colgué le cambié el pañal a mi hijo y mientras le daba el pecho llamó mi marido, que estaba en Valencia por asuntos familiares. “Valencia da miedo”, me dijo. “Las calles temblaban cuando pasaban los tanques del Ejército. No se ve un alma en ellas, la gente está en sus casas y los negocios, cerrados. Baja las persianas y, por favor, no salgas de casa por nada del mundo”. Acosté al niño en su moisés y me asomé a la ventana. La avenida estaba oscura y desierta. El bar de enfrente había bajado la persiana, también la farmacia. Apenas si circulaban coches. 

Mirando aquel paisaje sentí un escalofrío que nunca antes había sentido. Bajé la persiana y me senté frente a la tele para ver el telediario de Joaquín Arozamena, en la UHF. Informaba del asalto al Congreso. Mi instinto, y una luz que empezaba a encenderse en mi cabeza, me hicieron sentirme idiota y ridícula. Esa luz me decía que había infravalorado y menospreciado la memoria de mi padre, que en lo poco que hablaba de la guerra le oí decir que los republicanos lo tuvieron en las trincheras los tres años que duró, que a su hermano Adolfo, los nacionales lo tuvieron dos años y que al pequeño, José, se lo llevaron con diecisiete con la quinta del biberón. Menosprecié la memoria de mi madre, que de niña oyó hablar a sus abuelos de La Gloriosa; la de mi abuelo, que hablaba con orgullo de su tío Alfonso, un soldado húsar que murió en la última guerra carlista; la de mi abuela, que recordaba con cuánta tristeza vivió de niña la pérdida de Cuba. 

Con una pena que me inundaba entera y un miedo nuevo y desconocido acerqué el moisés y lo puse a mi lado, pegado a mí. Miré a mi hijo, que dormía tranquilo, ajeno a todo, y pasé el brazo por encima del cesto. Quería protegerlo, aunque aún no sabía muy bien de qué.

domingo, 18 de junio de 2017

PALABRAS AL VIENTO






Rosario y Pilar aún no han sacado las sillas bajas a la puerta de casa para tomar el fresco como cada tarde. Y eso que hace ya un rato que el sol dejó de sacarle brillo a los cantos rodados de la calle, pero es que hoy esperan una visita a la que no van a recibir, y hasta que no se vaya no saldrán.

Rosario está soltera, soltera vieja, como llaman en el pueblo a las solteras de su edad. Pilar está viuda y tiene dos hijos y cinco nietos. Las dos viven en esa casa desde que nacieron, Pilar seis años antes que Rosario. Las dos visten igual, a la antigua usanza: sayas oscuras hasta la pantorrilla y blusa oscura metida por dentro; las medias, en verano, de color carne y en invierno, negras. El peinado no varía, rodete en la nuca. Rosario y Pilar nunca han podido vivir la una sin la otra. Ahora menos.

—Le dices que no estoy. Que me he ido a casa de Gregoria. Sí, eso, que he ido a ver a Gregoria. Que está en la cama, dile —dice Rosario, balanceando su mecedora como si tuviera que ganar algún campeonato a la más rápida.

Gregoria estaba esta mañana vendiendo sus patatas y sus cebollas en el mercado hecha una rosa, piensa Pilar, sentada cerca de su hermana, mientras sigue cosiéndole unas puntillas a la funda de un cojín, sin inmutarse.

—O mira, no. No le digas eso. Mejor dile que soy yo la que estoy mala. Que tengo fiebres y no puedo levantarme. No vaya a ser que si le dices que estoy de visita quiera volver luego.

Aunque ya tienen timbre, en la puerta suenan tres golpes dados con el llamador de mano. Rosario frena la mecedora y se pone de pie. Pilar ensarta la aguja en la tela y deja la costura en el cesto que tiene a los pies. Se levanta con la misma tranquilidad de siempre y guarda sus gafas en la funda. Las dos hermanas están de pie frente a frente.

—Dile que tengo colitis. Que me cago patas abajo —a Rosario se le queda en la cara esa expresión jocosa que tan bien conoce Pilar.

No sería raro. No has parado de comer desde que ayer nos dijo Don Ismael que Ramón está aquí y que hoy vendría a verte, piensa Pilar, moviendo la cabeza resignada, mientras se va hacia la puerta.

Cómo puede haberle dado Dios a mi hermana este aplomo, Jesús bendito, piensa Rosario, mientas se lanza hacia la ventana que hay cerca de la puerta y separa los visillos un poco. Lo justo para poder ver sin ser vista. Ahí están los dos. Tal como dijo Don Ismael: Ramón y su mujer. Ramón está muy calvo, tiene una nariz garbancera que no parece la suya, ha engordado mucho, tiene papada y bolsas en los ojos. Eso sí, su mirada sigue siendo azul como el cielo. Rosario tiene toda su atención puesta en lo que ve y apenas escucha lo que hablan. Sólo oye algunas palabras sueltas dichas por su hermana y Ramón. Aquí no se te ha perdido nada. Reconciliación, Pilar. Lo que sí oye Rosario con claridad en ese momento son otras palabras más viejas. No puedo quedarme, amor mío. Si no me voy antes de que esto acabe, me matarán. Me voy a Francia. Espérame, no puedo vivir sin ti, vida mía. Volveré y te llevaré conmigo. Bah, palabras al viento. Si me hubiese querido de verdad no habría tardado cuarenta años en volver. ¡Y casado con una francesa! Un coche empapelado con la cara de Adolfo Suárez atraviesa la calle con el altavoz del techo cantando a todo volumen “Vota libertad”. Ramón viste como los ricos. Americana azul marino y camisa blanca. La raya del pantalón está impecable. Ella es francesa. Pero francesa, francesa, Jesús bendito. Qué pelo más rubio y más bien peinado. Y ese pantalón, tan azul y tan brillante. El blusón, qué de flores y de coloridos tiene. Los tacones son de medio metro por lo menos. Jesús bendito. La francesa gira la cara hacia la ventana y Rosario suelta los visillos de golpe. Será zorra. Esa me ha olido.

Pilar cierra la puerta y entra.

—Asunto concluido—le dice a Rosario, que la espera de pie en la salita, retocándose las agujas del moño, nerviosa, como cuando algo la pilla con el paso cambiado—. ¿Podemos ya salir a la puerta de la calle a tomar el fresco?

—Ramón está viejo, viejo. No me digas que no. Y ella, un loro.

—Claro, y tú y yo somos Sarita Montiel. Trae las sillas, anda.



FIN

viernes, 6 de enero de 2017

AQUELLA NAVIDAD




Araceli entró en la cocina restregándose los ojos. Su madre desgranaba unos guisantes mientras en la radio las voces de unos niños cantaban una letanía de números y pesetas.

—Hola, vida mía —le dijo su madre—. Has dormido hasta las tantas.

—¿Qué cantan en la radio? —preguntó.

—Es el sorteo de la lotería de Navidad. Tu padre y Daniel compraron participaciones de lotería en sus trabajos. Si nos tocara, aunque sea un poquito... —dejó los guisantes y fue a prepararle el desayuno.

Hacía días que su madre andaba triste. Sobre todo cuando se hablaba de la Navidad. Ya fuera en las tiendas, “es el primer año que las pasaremos solos, lejos de nuestras familias, y echo mucho en falta a mis padres, mis hermanos, mis tías…”, o en casa, “no tengo ilusión en celebrar la Navidad, y que me perdone Dios, pero si pongo adornos en casa es sólo por la niña”, solía decir, con los ojos humedecidos. A Araceli no le gustaba ver así a su madre, más teniendo en cuenta que ella estaba feliz. Gracias a la Navidad tenía vacaciones en el colegio y durante unos días no vería a la monja gruñona, ni a su madre arrodillada fregando los suelos de ese colegio, podría jugar mucho rato con sus amigas de la escalera, leer los cuentos viejos que su hermana Rosa le traía de la casa donde trabajaba de sirvienta o acompañar a su madre a comprar y a todas partes. Además, en esos días todo era diferente, extraño, todo el mundo estaba alegre y triste a la vez.

Las explanadas de la calle se llenaron de grupos de pavos que no paraban de graznar mientras su dueño les atizaba con una vara y voceaba el precio al que los vendía. Los puestos del mercado estaban abarrotados de todo, incluso había puestos de venta de zambombas y panderetas en los alrededores. Desde la ventana de su habitación veía como el podio del guardia urbano que había en el cruce de la carretera se llenaba de turrrones y botellas de champán. En el trabajo, a su padre y a sus dos hermanos les dieron un paquete lleno de cosas de comer, polvorones, turrón, champán, vino… El de Antoñito, que se colocó de aprendiz de dependiente en una ferretería, traía incluso una caja de alcayatas. La llegada a casa con el paquete se convertía en un acontecimiento. Por la noche le pedían a Araceli que lo abriera, y mientras ella y Rosa sacaban lo que traía dentro entre las exclamaciones y la alegría de los cuatro hermanos, su madre se secaba las lágrimas con el borde del mandil y su padre los miraba fumando suu eterno cigarrillo en silencio, junto a la estufa. A Rosa, los señores de la casa en la que servía le dieron dos tabletas de turrón y cien pesetas que su madre le guardó para ir comprándole el ajuar. A Araceli le encantaba todo ese ambiente. Le encantaban las luces de colores que adornaron las calles del centro de la ciudad, los adornos navideños de las casas de sus vecinas y de las tiendas, las bolas de colores y sus brillos. Le gustaba todo menos la tristeza de su madre.

El día de Nochebuena por la mañana, cuando Araceli y su madre volvían del mercado, había un gran revuelo en casa de la portera. Por lo visto, la Lucre, la vecina del tercero, se puso de parto, y cuando salía para la clínica tuvo que meterse en la portería porque el niño decidió nacer allí mismo. A mediodía subió con su madre a conocerlo. Al niño le pusieron de nombre Jesús. La abuela dijo que se lo había ganado por sus fueros.

Por la noche su madre guisó una cena especial, de Nochebuena. Mientras la preparaba llegaron a casa Juan, Paco y Vicente, tres chicos del pueblo que vivían en una pensión y venían a recoger la ropa que su madre les lavaba. Los invitó a cenar pero la dueña de la pensión ya había hecho el gasto de su cena, dijeron, así que vendrían después, a los turrones. Antes de irse le dieron a Araceli dos pesetas cada uno. “Los Reyes Magos se han adelantado”, le dijo su madre. Eso era un pequeño tesoro y quiso dárselo para contribuir al gasto de propinas que ese día tuvo con el barrendero, el sereno y el basurero, que habían llamado a la puerta dándole una tarjeta de felicitación. Su madre le dio un beso y le dijo que se las quedara para ella, para sus gastos en el kiosco. Cuando acabaron de cenar llegaron, tal como prometieron, los tres jóvenes paisanos. También bajó el padre de Jesús, el niño recién nacido, con sus otros hijos, Juani, la amiguita de Araceli, y Apolonio, amigo de Antoñito. Vinieron además otras dos vecinas, dos hermanas solteras, extremeñas. Su madre trajo los turrones a la mesa,  polvorones, rosquillas de anís que había hecho el día anterior y barquillos, y su hermano Daniel abrió el champán. Todos cantaron villancicos y tocaron panderetas y zambombas. Su madre por fin estaba alegre y reía. Su padre, sentado a un lado de la mesa, hasta rió a gusto cuando Daniel se cayó de culo y le vertió la copa de champán en la espalda a una de las hermanas extremeñas. Araceli era la más feliz de todos.

Cuando en Nochebuena su yerno preguntó qué sentido tenía la Navidad en el siglo XXI Araceli no supo qué contestarle, pero a su mente acudió, como tantas veces durante toda su vida, aquella Navidad en la que todo fue posible. Quizá eso fuera la Navidad, pensó, el refugio donde cobijar la memoria de nuestra inocencia.

FIN


miércoles, 2 de noviembre de 2016

UNA OUIJA LA NOCHE DE DIFUNTOS




Los hechos que a continuación se relatan ocurrieron entre 1975 y 1976.

Juan y Santigo se conocieron en la Academia Militar de Villaverde Alto, en Madrid. Habían llegado desde sus respectivos campamentos para acabar de cumplir el servicio militar. Juan era Sevillano pero vivía en Barcelona desde niño. Era un chico alto y fuerte, de carácter alegre y extrovertido. Inquieto por naturaleza sentía curiosidad por todo lo que le rodeaba. Tenía además un fuerte impulso protector, que lo hizo adoptar a Santiago en cuanto lo vio por primera vez en el patio de la Academia, cargando con su macuto, casi más grande que él y con aquella expresión de desamparo en sus ojos. Santiago era tímido, de pocas palabras. Apenas sonreía, y cuando lo hacía era bajo una mirada triste y melancólica. Había nacido en Galicia aunque vivía en Burgos desde  pequeño. Allí trabajaba de dependiente en una ferretería. Los dos se hicieron inseparables. Los destinaron al mismo dormitorio y también compartían sitio en la mesa. Los fines de semana que tenían rebaje y no podían viajar a sus casas los pasaban recorriendo las calles, discotecas y bares de Madrid. Santiago siempre a la zaga de Juan, por el que ya sentía una abierta admiración y en el que había encontrado al mejor de los amigos

-Contigo entro hasta en la misma boca del diablo –le había dicho, una vez que Juan, siempre audaz y dispuesto a vivir experiencias, le propuso entrar en un garito de juego de mala muerte que inspiraba muy poca confianza.

La noche de difuntos Franco agonizaba y los soldados estuvieron acuartelados. Cuando se retiraban a su pabellón a dormir todos iban charlando, resignados. Un grupo bromeaba con fábulas sobre muertos y apariciones y alguien habló de la ouija. Una tabla, dijo, en la que estaba escrito el alfabeto y la numeración del cero al nueve y a través de la cual uno podía comunicarse con los espíritus de los muertos. Sólo era necesario un vaso y dos o más personas para invocarlos. Juan no había oído hablar de aquello hasta entonces y aunque el ocultismo no le había interesado nunca especialmente ahora sentía una atracción inaudita por aquel misterioso instrumento esotérico. Ante su curiosidad y su insistencia en probarlo el otro le dijo que aquel juego podía ser peligroso y que con él no contara. Y además de dónde iban a sacar una tabla de ouija allí, a esas horas y acuartelados como estaban. Un soldado dijo que bastaría con escribir letras y números en un folio y recortarlos uno a uno para tener algo parecido a la tabla. En menos de lo que tardó en oírlo Juan tenía los recortes de papel ordenados en círculo sobre el suelo, puso un vaso boca abajo en el centro y se arrodilló junto al improvisado mecanismo. Se sentía fascinado por ese desafío misterioso y estaba deseando probarlo. Los demás soldados, que agrupados en torno a él habían estado mirándolo embelesados mientras lo preparaba todo, dieron un paso atrás muertos de miedo cuando les pidió que se le unieran en la invocación a las ánimas. Corrían muchas supersticiones sobre las ouijas y ninguno estaba dispuesto a comprobar cuánto tenían de verdad.

-¿Tú, Santiago? –lo animó Juan, señalando el suelo con la barbilla.

Santiago, que se había mantenido en segunda fila, dudó unos segundos, lo miró a los ojos y vio su mirada clara y limpia de siempre. Se acercó y se arrodilló frente a él. Con el índice puesto sobre el vaso cada uno y rodeados de un silencio sepulcral Juan dijo unas palabras de invocación a los espíritus. Al momento el vaso comenzó a moverse. Todos contenían la respiración viendo al vaso moverse por las letras “s”, “o”, “y”, “n”, “i”, “c”, “o”, “m”, “e”… Cuando iba hacia la letra “d” Santiago, como si una descarga eléctrica le sacudiera, retiró el dedo del vaso y se levantó con la cara desencajada

-No quiero seguir –dijo, y se fue.

Al día siguiente, solos en una mesa de la cantina, Juan le preguntó por qué tuvo aquella reacción tan extraña

-Cuando mi madre era joven –le contó Santiago- el dueño de una fábrica del pueblo, un viudo con un hijo adolescente, la pretendió. Mi madre le dio calabazas porque ella y mi padre, que trabajaba en esa fábrica, andaban ya enamoriscados. Poco después se casaron y nací yo. Un día mi padre maniobraba un camión marcha atrás a la salida del almacén. Quien le indicaba los movimientos lo hizo tan mal que mi padre atropelló al hijo del dueño, que quedó muerto allí mismo. Aquél hombre denunció a mi padre por homicidio voluntario, incluso fue a una meiga a pedirle que nos echara mal de ojo. Mi padre acabó en el penal de Burgos. Mi madre tuvo que malvender la casa para irnos a vivir allí. Yo tenía cinco años. Mi padre enfermó de tuberculosis y murió en la cárcel. Aquél chico al que mi padre atropelló se llamaba Nicomedes.

Una semana después de que los licenciaran Juan ya se había incorporado a su trabajo de peón soldador. Un mediodía, cuando salía del taller, pensó en Santiago y lo llamó desde la cabina de teléfono que había en la calle. Le contestó una voz de mujer. Cuando preguntó por él hubo un silencio

-Soy su madre –contestó al fin la mujer- A Santiago lo enterramos ayer.  Lo atropelló un camión y murió en el acto.

A Juan se le paró la sangre. Salió de la cabina aterrado de espanto. Echó a andar sin voluntad, sin rumbo, sin fuerza en los músculos. En sus retinas tenía fijado el rostro triste de Santiago. Las palabras que acababa de oír al teléfono resonaban como un eco en su cabeza. Por eso no vio el semáforo rojo mientras cruzaba la calle, ni oyó retronar el claxon del camión que a la velocidad del diablo lo arroyó por la izquierda.


martes, 28 de enero de 2014

Las garras de la bestia

Perfomance realizada por Francisco Martínez sobre un detalle del cuadro "Alegoría del triunfo de Venus", de Bronzino.




Hojeaba una revista en la sala de espera de la clínica dental cuando la enfermera, una simpática mujer a punto de jubilarse, lo llamó por su nombre.

–Ismael Hidalgo. Pase, por favor –dijo sonriendo y franqueándole el paso. Hacía unas semanas que Ismael había ido a la consulta porque notaba molestias en una muela. Aquello derivó en que había que hacer algunos empastes y una extracción. A los cuarenta y tantos es lo que tocaba: empezar a reparar desperfectos.

La dentista ya esperaba en el pequeño quirófano con los utensilios listos para extraerle la muela. Era una mujer reservada y algo fría, pero a Ismael no le disgustaba. Incluso prefería que fuera así. Se convertía en un atajo de nervios en cuanto se sentaba en el sillón de un dentista y le alteraban los charlatanes que se distraían de su trabajo con la conversación. Así que su abstracción le daba seguridad. Acompañada como siempre de la enfermera,  la  doctora procedió sin  prisas. La muela que había que sacar estaba en la encía superior y eso entrañaba algunos riesgos que no existirían en la inferior. Puso en cada maniobra la atención y el oficio que requería. Esperó y comprobó, hasta estar segura, que la muela estaba completamente anestesiada. Incluso había utilizado más sustancia de lo normal. Las muelas de Ismael se protegían de la anestesia con un ahínco casi imbatible. La mujer le introdujo las tenazas en la boca y, con cuidado, comenzó a forcejear con la pieza dental que tenía unas raíces descomunales, agarradas a la carne como si estuvieran soldadas. Empezó  a efectuar movimientos suaves pero enérgicos que poco a poco hicieron que la muela se aflojara y comenzara a desprenderse. Siguió tirando de ella con la precaución  necesaria  y  cuando notó que cedía dio un último estirón y la arrancó de la cavidad. En ese mismo instante Ismael sintió una sacudida que lo estremeció por completo. Parecía como si en el momento de arrancarle la muela alguien le hubiera golpeado con un mazo de hierro en el lado derecho de la cabeza, el de la muela recién sacada, que lo traspasó por completo. Se incorporó de un salto en el butacón dando un alarido que se oyó en todo el consultorio. Con las manos puestas en la boca y apretándose en la cabeza no podía apenas enjuagarse mientras la doctora, sobresaltada y atónita por ese trance tan inesperado, y la enfermera, con un susto de muerte y presa de la ofuscación, trataban de ayudarlo y aclarar qué era lo que había fallado.

–¡Dios santo, qué dolor! ¿Qué es esto, qué ha pasado? ¿Por qué me duele tanto? –preguntaba Ismael, espantado, en medio del pequeño caos que acababa de producirse.

–No  lo    –contestó  la  dentista. Todo iba bien, no ha pasado nada anormal. Está todo correcto. No sé a qué pueda deberse este dolor tan brusco. Tómese este calmante –le dijo, tratando de tranquilizarlo mientras le daba una ampolla bebible- y pásese un rato a la otra sala, la enfermera le acompañará. Ahí estirado en el butacón, relajado, se le calmará el dolor.

 Cuando llegó a su casa, Ismael le contó a su mujer lo que había pasado. Él era un hombre de los que apenas se quejaba. Tenía mucha resistencia física. Era fuerte y enérgico. Hacía años que practicaba kárate y tenis, y de vez en cuando jugaba algún partido de fútbol con los amigos. Toda esa actividad lo tenía habituado a los golpes y las magulladuras y soportaba el dolor con una entereza espartana. Su carácter orgulloso tampoco le facilitaba lo de lamentarse. Por eso Merche se preocupó mucho cuando su marido le contó el episodio en la dentista.

–Como si una bestia me desgarrara el lado derecho de la cabeza y me clavara un hierro ardiendo en el ojo. Todavía no se me ha pasado del todo. Después de una hora y media en la otra sala y la doctora dándome toda clase de calmantes aún siento un runrún en todo el lado.

 

Pasaron los días y el dolor remitió por completo. Ismael y Merche no quisieron darle importancia a aquel extraño episodio y continuaron con su vida normal. Ismael trabajando como encargado en un restaurante y Merche de dependienta en una tienda, además de cuidar de sus hijos, Ismael, de quince años y Aurora, de trece. Pasaron las semanas, los meses, y su vida discurría tranquila. Al cabo de varios meses llegó la primavera. Una noche Merche se despertó al notar que su marido había encendido la luz de la mesilla. Estaba recostado, con la espalda echada en el cabecero. Cuando lo miró vio que tenía el semblante muy serio y la mirada extraviada, estaba como desconcertado. Se incorporó de un salto, asustada.

–¿Qué te pasa Ismael? Tienes la cara blanca.

–No lo sé. Me ha despertado un dolor que me ha recorrido el lado derecho de la cabeza. Desde la encía donde me quitaron la muela que me dio aquel dolor tan fuerte –mientras le hablaba mantenía la mirada en el vacío.

–¿Te sigue doliendo? Te traeré un calmante –Merche hizo el ademán de levantarse.

–No –la sujetó Ismael del brazo-. No me traigas nada, no. Ya no me duele –se le relajó la expresión y el color empezó a acudirle a la cara-. Ha sido muy extraño. Me ha despertado un dolor brusco, como garras que arrancan la carne, y he sentido también como si me clavaran algo ardiendo en el ojo. Al incorporarme de un salto ha desaparecido. Ha sido el mismo dolor que el de aquel día en el consultorio de la dentista. Como garras despedazándome la cabeza –a Merche la estremeció un escalofrío.

 

La doctora de cabecera le recetó unos sobres de ibuprofeno y lo remitió al neurólogo. Los episodios habían empezado a repetirse a diario y a medida que avanzaba el tiempo se multiplicaron por dos, tres y hasta seis ataques por noche, cada vez con más agresividad y siempre al cabo de una hora y media o dos horas aproximadamente después de dormirse. Merche lo oía levantarse y salir rápido, gimiendo ya de dolor, en busca de ibuprofeno. Ella iba detrás pero Ismael la rechazaba. ¡A Merche! que la quería más que a su vida y para la que jamás había tenido un mal semblante. El aire que le diera a ella o a sus hijos le dolía a él, y sin embargo aquel dolor tan humanamente insoportable lo transformaba como si de un doctor Jekyll se tratase. El dolor era extremadamente intenso. Le iba por el lado derecho de la cara, desde la encía, y le subía por la nariz, el ojo y ese lado de la cabeza, hasta casi la nuca. La nariz se le congestionaba, aunque solo en ese lateral, y el ojo se le dilataba sin parar de llorarle. No podía quedarse quieto, el dolor no lo dejaba, y caminaba por el salón apretándose la cabeza y el ojo con las manos. Era desesperante. No podía parar de moverse, inclinarse y erguirse constantemente. Muchas veces incluso lloraba tirado en el suelo, tan cruel había llegado a ser ese dolor. Por nada del mundo quería que su mujer lo viera en ese estado. Ni sus hijos. Ni nadie. El dolor lo invadía completamente y le anulaba cualquier voluntad. Mientras duraba el ataque, que oscilaba entre veinte minutos y una hora, no podía hacer nada, ni siquiera pensar. Lo paralizaba y lo desarmaba. Había un algo humillante en ese dolor. Como si esa bestia se enseñorease de su poder y quisiera hacer sentir su fuerza aterrorizando y sometiendo a la persona. Había una intención demoníaca en ese dolor.

 

El  neurólogo que visitó a Ismael unos días después aparentaba su misma edad. Tenía un carácter tímido y una sonrisa franca, casi como la de un niño. Mientras Ismael le hablaba él escuchaba en silencio y escribía  en los papeles que tenía sobre la mesa. Al cabo alzó la cabeza y con un rictus de duda le dijo que era probable que esos ataques de dolor fueran neuralgias del trigémino. No era nada grave pero sí muy doloroso. Le recetó Cortisona y Verapamilo, un medicamento para controlar la presión sanguínea, y le envió a hacerse un TAC para descartar lesiones en la cabeza. Al cabo de unos días de tomar el medicamento los ataques bajaron de intensidad. Sin embargo, en cuanto acabó el tratamiento, la bestia volvió por sus fueros: todas las noches y también durante el día. Merche lo oía levantarse desesperado en busca del calmante. Sufría lo indecible, sin poder ayudarlo en nada. Una noche se acercó a la cocina y lo vio inclinado sobre la encimera. El hielo le calmaba y se ponía un trozo grande envuelto en una servilleta, sobre la zona del dolor. Se fue al salón a esperarlo, sentada en el sofá, los codos sobre las rodillas y la cara hundida entre las manos. Como si pudiera retener en ellas la enorme impotencia que sentía. Después de un rato oyó por fin cómo su marido tiraba los restos de hielo al fregadero, con la respiración aún jadeante, igual que si acabara de salvar la vida en una pelea a muerte con una fiera. Ismael se sonó la nariz y se secó el ojo, como hacía siempre de que el dolor por fin remitía. Entró al salón y se sentó junto a ella en el sofá, la sangre y la respiración habían recobrado su pulso. Se echó sobre su regazo, completamente abatido.

–¿Qué es esto que me pasa? ¿Qué tengo? –Lloró. Se sentía débil y cansado. Merche lo abrazó y lloró con él en silencio. No supo qué decirle.

 

Cuando volvieron a la consulta del neurólogo éste les dijo que el TAC no mostraba que hubiera ningún tipo de lesión. Ismael le explicó que los ataques eran insufribles, que no sabía cómo iba a poder soportarlos más tiempo, y duraban ya diez semanas. Sus vidas ya no podían seguir un ritmo normal, él no podía ir a trabajar, tuvo que pedir la baja porque apenas dormía y estaba agotado. Merche tampoco atendía su trabajo como debía y sus hijos también sufrían las consecuencias. Trataban de ayudar como podían, pero eran sólo dos adolescentes que hacían esfuerzos por entender por qué aquel dolor se ensañaba con su padre de esa manera tan brutal. El neurólogo escuchaba y escribía y cuando Ismael terminó de hablar le dijo que tenía el diagnóstico:

–Lo que usted padece son cefaleas en racimo, también se les llama cluster, agrupadas… Se las llama así porque nunca viene un ataque solo. Vienen varios ataques durante varios días, semanas o meses. La causa que lo provoca se desconoce, y de hecho, no hay lesión ni enfermedad que lo origine. Se la reconoce por los síntomas, como un síndrome. A usted se las desencadenó la extracción de una muela pero se las podría haber desencadenado cualquier otra cosa. O presentarse espontáneamente –hizo una pequeña pausa entornando los ojos, como si escudriñara las palabras en su mente-. La buena noticia es que no es algo grave, pero la mala es que es crónico. Quiero decir que padecerá estas cefaleas mientras viva. En episodios que, como ya le he dicho, pueden durar días, semanas o hasta meses. Suelen aparecer cada año, año y medio, dos años. Pueden incluso estar más años sin aparecer, en periodo de remisión. También hay quien no tiene periodos de remisión y las padece a diario durante años. No hay regla. Se relacionan con los cambios estacionales, pero tampoco es normativo.

Ismael y Merche lo escuchaban entre una mezcla de espanto y alivio.

–¿Y qué tratamiento hay para esta enfermedad. O síndrome, como se le diga? –preguntó Merche.

–No hay ningún medicamento específico para el racimo. Y como además es una enfermedad rara que la padece un porcentaje mínimo de personas, apenas si se conoce nada sobre su terapéutica –consultó el montón de papeles que tenía delante-. Como veo que la cortisona no ha funcionado le voy a cambiar el tratamiento. Vamos a probar con litio. Es un medicamento que acorta el ciclo, y en algunos pacientes ha dado resultado, pero hay que ir con cuidado. Tendré que hacerle un control de sangre cada quince días para asegurarnos de que lo elimina bien. Para abortar el dolor existen dos métodos muy efectivos: unos autoinyectables, a base de sumatriptán, y la inhalación de oxígeno puro. Es casi lo único efectivo para abortar este dolor –lo miró con un fondo de compasión en los ojos-. Este es el dolor más fuerte que puede llegar a soportar un ser humano. –Carraspeó y bajó la mirada revolviendo en los papeles-. Le tramitaré la solicitud y en unos días le llevarán la bombona de oxígeno a casa. Las autoinyectable se las receto ahora. Cuando note que acude el dolor, solo tiene que pincharse una de ellas en el brazo o en el muslo y el dolor desaparecerá al cabo de unos minutos. Ah, y es importante que no se pinche más de tres en un día. Le daría un infarto –le dijo, con su aire de sabio despistado.

 

Cuando salieron de la consulta se fueron directos a la farmacia y al llegar a casa Ismael se tomó la primera pastilla de litio. Al momento buscaron en los libros que tenían en casa, y en Internet toda la información que pudieron sobre las cefaleas en racimo. Dieron con una asociación de sufridores, que centraba su interés en dar a conocer esta enfermedad rara y en que se investigara más sobre ella. El desconocimiento de ese dolor tan desproporcionado generaba la incomprensión de mucha gente. La mayoría creían que era una simple jaqueca y que eso no podía ser tan grave. Supieron de otras personas que las sufrían. Gente que las padecía en ciclos regulares y otros que sin embargo nunca podían prever cuándo aparecerían. En algunos ciclos los ataques duraban unas pocas semanas, en otros sin embargo podían durar meses o incluso años. Los ataques podían ser sólo nocturnos y al ciclo siguiente tenerlos también durante el día. Era un padecimiento en el que se podían hacer pocas previsiones. Sin embargo en lo que todos coincidían era en reconocer que el dolor era inhumano, de una intensidad que sobrepasaba lo soportable. Las mujeres que lo padecían no dudaban en asegurar que eran peor que los dolores de un parto. En un foro de Internet leyeron experiencias espeluznantes. Una mujer canadiense salía en plena noche, a poner la cabeza sobre la nieve de su jardín porque le aliviaba el dolor. Normalmente estaban a 10º bajo cero. Otro hombre tuvo que irse una noche a urgencias cuando se le pasó el dolor. Era de los pocos a los que el calor les calmaba, solía ponerse el secador del pelo sobre la sien con el chorro de aire caliente al máximo. Aquella noche había sido tal el dolor y tantos los ataques que hasta que no remitió no se dio cuenta de que el calor le había abrasado la piel. Pero lo que les encogió el corazón por completo fue saber que este sufrimiento afectaba también a algunos niños. Había algo común a todos los sufridores de cefaleas en racimo: para todos, mientras estaban en ciclo, la vida se volvía dura y amarga. Muy difícil de sobrellevar. No en balde les llamaban las cefaleas suicidas.

 

Al llegar la noche la bestia llegó puntual, clavó sus garras a la hora y media de sueño. Ismael estaba exhausto después de tantas semanas sin apenas dormir, de tantos días de dolor y tensión. Se removió en la cama, denso, confuso y al fin se levantó bruscamente. El dolor lo aterrorizaba y lo apocaba, pero el hecho de tener ese calmante tan poderoso le hizo sentir una fe renovada. Lo probó, no sin miedo, por los efectos secundarios de un medicamento tan fuerte, y notó como al cabo de unos minutos pasaba de estar en el infierno más atroz a estar en la paz más absoluta. No era mal arma para plantarle batalla a esta bestia, pensó. Como el dolor se presentaba cuando quería y donde quería, desde ese día ya no salía a la calle sin llevar encima una caja del autoinyectable. Una vez tuvo que meterse en el soportal de un edificio de vecinos a inyectarse. Era un lunes a mediodía y había quedado en un restaurante con un amigo. Cuando estaba llegando al local sintió a la bestia, que sin invitación quería unirse al evento. Al resguardo del portal, sacó la jeringuilla de la caja, y entre temblores, la muy zorra venía con ganas, y a duras penas, se clavó la inyección en el brazo. La camisa desabrochada, con la manga bajada, la boca en un rictus de dolor que dejaba a la vista los dientes apretados con ferocidad, el ojo dilatado y acuoso, y de su garganta saliendo un sonido ronco y sordo, de dolor, Ismael alzó la cabeza y se encontró con los ojos de una mujer de unos cincuenta años, que salía por el pasillo de la portería y que se paró en seco al verlo. Lo miró fijamente y al instante dio la vuelta y echó a correr por donde había venido. Desde donde estaba, Ismael pudo ver cómo la mujer ni siquiera se paraba a subir en el ascensor. Pasó de largo huyendo escaleras arriba, saltando los escalones de dos en dos.

 

Al cabo de unas semanas el ciclo terminó. Después de tres meses de dolor infernal los ataques habían remitido por completo. Hacía días que Ismael había vuelto al trabajo, en cuanto los ataques nocturnos bajaron a uno o dos. Le gustaba su trabajo y necesitaba volver a sus rutinas. Sus vidas por fin volvieron a la normalidad. Ismael recuperó sus clases de kárate, los partidos de tenis y Merche su trabajo a tiempo completo. Volvían a quedar para salir con los amigos, como hacían antes de sufrir las cefaleas, y los chicos respiraban de nuevo el ambiente alegre que siempre hubo en casa. Todo volvía a ser igual pero nada era lo mismo. Aquello les había hecho madurar, a cada uno a su modo. Con dureza, comprobaron la fragilidad sobre la que se sostiene nuestra felicidad. Lo terriblemente atrapados que estamos en nuestras limitaciones ante la naturaleza y ante nuestro propio cuerpo, ante el dolor físico, que puede adueñarse de nosotros y de nuestra voluntad. Fue una dura prueba que la familia superó con entereza. Demostraron ser un bloque sólido, sin fisuras. Ismael sabía que tenía una bestia al acecho, oculta en las sombras y dispuesta a saltarle y ponerlo en jaque en cualquier momento. Pero quizá algún día la ciencia, igual que aquel legendario san Jorge que venció al dragón, lograría también, ¿quién sabe? ¿por qué no? derrotar a esta bestia despiadada, inhumana y atroz de la que tan poco se sabía hasta ahora. Sólo el tiempo lo diría. Entretanto, la vida se ajustaba de nuevo, se hacía a su paso y, a ratos, se tornaría, como otras veces, como siempre, gozosamente feliz.

 

Fin

 


sábado, 9 de noviembre de 2013

El paisaje incierto de la vida

"La debacle" Theodore Robinson



Los otros chicos y chicas del grupo se pararon en el kiosco a comprar helados y chucherías. Ella caminó hasta la fuente que estaba en mitad de la plaza y se sentó en la barandilla de rejas que la rodeaba. La mañana era radiante. Una de esas de domingo a finales de abril, que parecen hechas a propósito para que los adolescentes como ellos salgan a las calles a celebrar la vida. Habían quedado todos en un punto del centro de la ciudad, como siempre, y hacía rato que paseaban, parloteaban y reían por cualquier tontería, sin parar. Como siempre. Sentada allí, a solas, reparó en lo bonita que era la plaza y el encanto que le daba esa fuente. El colorido de las flores que la circundaban en el suelo alegraba la vista, y el chorro de agua que caía sobre el pequeño estanque que la coronaba era un rumor relajante, sereno, que invitaba a quedarse. Se veían en la plaza niños que jugaban y correteaban sin parar, llenándola de vida, y hombres y mujeres de todas las edades sentados tranquilamente en los bancos, charlando entre ellos, tomando el sol o leyendo un periódico. La estampa hacía de ese paisaje un conjunto de una armonía alegre, apacible y perfecta. Contemplándolo se preguntó qué sería de todo esto dentro de unos años. Apenas lo pensó y en ese instante una sombra oscureció su frente. “¿Y de mí? ¿Qué será de mí, dentro de unos años? ¿Cómo será mi vida? ¿Cómo seré yo?” Sintió un ligero estreemeccimiento. Una sensación muy parecida al vértigo. Aquella incerteza, nueva y desconocida, le provocó intranquilidad y desasosiego. Sin embargo, esa turbación le duró apenas un instante, unos segundos. El alboroto de los del grupo, que ya regresaban, y la voz alegre y risueña de Laura, “¡Te he hecho una foto!”, la devolvieron a la realidad. Se levantó para ir a unir su risa quinceañera a la de los demás. Fue hacia ellos corriendo. Como queriendo huir del futuro.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Los asaltantes del Tiempo

La persistencia de la memoria, Salvador Dalí



Empaquetaba los libros y los colocaba con cuidado en las cajas cuando de repente me puse a hojear uno, sin saber por qué. Lo retuve un instante, acariciándolo, sin apenas poner atención al título, y lo abrí. No leía. Tan sólo paseaba la vista por sus letras sin fijarme en lo que decían. Pasé unas hojas, y olvidados entre ellas, inmóviles, aparecieron mustios y descoloridos unos pétalos de rosa. Estaban secos como pergaminos, viejos y atravesados por unas hebras que parecían estar a punto de resquebrajarlos. Al instante me asaltó el recuerdo que activó mi memoria, que me transportó hasta aquél momento único, dulce y arrullador. Casi pude sentir el roce suave de su boca, el olor masculino de su cuello y el color de sus ropas, la música... Todo volvió de golpe a través de aquellos pétalos que me asomaron a la ventana de un tiempo sobre el que ahora flotaba completamente sometida, absorta y vencida. Fue breve, pero fue intenso. Y fue nostálgico, pero hermoso.